sábado, 23 de mayo de 2009

El abrazo


Y seguís sin entender. Sí, sí, a vos te hablo, María. Siempre lo mismo con vos, siempre y sin excepción alguna me haces revolcar en la instintiva duda de dudar por tus sí tan frágiles y tus no tan rotundos.
No entiendo y no quiero entender tus “porqués”; tan sucios, tan bellos, tan bajos, tan amargos, tan vacíos, tan, tan, tan… nada. Qué más da si te vas como ayer y apareces al día siguiente como si nada. Es lo mismo hoy o dentro de 40 mil mañanas.
Y no me digas que es distinto, lo sabes y muy bien que yo jamás soporté todas esas cosas que hacías. Pero si lo hice es para seguir andando, como sea, pero seguir en pie.
El tiempo puede ser perecedero como nuestras “pobres” cenas y como nuestros rostros, pero no tu actitud impúdica de querer ser más que el resto. “…Pero ese resto me quiere sobrepasar…” eso dirías y yo me tragaría por entero tus verídicas mentiras. Igual, sigo tragando vacíos para no sentir el desierto de mi estómago que me carcome.

Pero hoy no. Hoy no es el día.

Hoy quise cambiar, sabes.

Hoy quise abrazar a la eternidad de una vez y por todas. Y lo hice.

Sí si, como en cuentos baratos e infames. Yo, una habitación cálidamente fría y la soga esperándome a abrazar mi cuello. La determinación causada por un par de tragos mal mezclados, más bien puros (ya sabés lo que es para mí tener el sabor original y nada de agregados). Pasos tambaleantes y con una mueca tan parecida a la sonrisa de los payasos que me gustaba ver de chica.
Sin palabras, ni nada, ningún ritual previo ni frases épicas o reflexivas ni despedidas estúpidas. Sólo yo y la soga. Y al cabo que siempre iba ser así. No me lo niegues.
Subí lentamente mi escalera de silla, y tomé la soga que colgaba de la viga. La puse alrededor de mi cuello, cansado ya de sostener tus mentiras tan ciertas y tus verdades tan aparentes. Sentí el abrazo más cálido que pude haber sentido jamás, y no se puede comparar ni siquiera a los abrazos maternales y tampoco al calor que recibís del útero, antes de nacer. Quiero suponer que es un lugar cálido, ya que luego se te pega a los pulmones la asquerosa alegría de poder padecer y sufrir por los demás.
Así como yo sufrí por vos. Pero ya no más. Hoy ya no.
Y tomé de consejo tu frase, ¿te acordás?, “¿Quién dijo que no hay un poco de arte cuando se muere?”.

Bueno, así fue.

Un bellísimo cuadro de un doble homicidio en un solo cuerpo: el tuyo y el mío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario