viernes, 22 de mayo de 2009

Costo de oportunidad


“En otras palabras, aquello a lo que se renuncia para obtener alguna cosa a cambio”

“Turbulencia en lo profundo de un vaso, Sandra”. Así le dijo la doctora para hacerle entender que sus problemas, que se sentían grandes, sólo eran diminutos contratiempos. El orgullo se levantó con un bostezo de su cama, le daba pereza, pero tenía que batallar. Odiaba que ella tuviera razón, ¿por qué tenía que tenerla?, si sólo ella era una mujer certificada. Pero a la vez, le pesaba porque tenía razón, tenía el certificado de doctora y Sandra no. Ella era la normal, Sandra no. “Es todo por hoy, hasta la próxima sesión; recuerde: trate de mantener la calma” y sintió sus pasos que se corrían hasta llegar al hogar.
Llegó a casa y estaba todo como siempre: el orden del caos de elementos varios y sus hijos, futuros líderes de combate, con sus pistolas plásticas. “¿Cuántas veces les dije que no se suban al sillón con las zapatillas puestas?” fue su saludo afectuoso para ellos. “¡Ataquemos! Son los malditos rusos, ¡Fuego!” y le cayeron varias sopapas pequeñas a su falda.
“¿Y cómo te fue hoy?” fue el saludo cordial de su esposo mientras se las quitaba. Siempre tan sonriente, tan amoroso, tan simpático y tan, tan, tan… ¿cómo decirlo? Ah, sí, dominado. Dominado ante esta situación, ante las mentiras blancas y grandes que debía decir a sus amigos para despistarlos del problema. Y como buen sometido daba esas palabras, a las que les faltaban sal, actitud, algo que les diera vida. “Bien, igual creo que quiere prolongar mi tratamiento un tiempo más” “¿Más?, pero si no hay más plata y lo sabes” mientras la cara se le enrojecía de vergüenza. “Si no fuera por la yegua de tu madre, que te obliga a pagarle hasta la sombra, tendríamos esa guita” pensaba mientras de su boca salía un discurso similar: “pero, mi amor, deberías dejar que tu madre utilice los fondos que le dejo tu papá y su ex marido”. “No, es que tiene que ayudar a Martín, todavía no terminó su carrera de contador…” Y de ahí en más desconectó su cerebro de la realidad.
Era inútil. No sólo su marido, todos en esa familia eran una manga de inútiles. Inútil su marido por no decir que no cuando puede. Inútil su suegra que no hace más que malgastar el tiempo y el dinero de su hijo y no se digna a morir de una vez. Inútil el estúpido de su cuñado que tenía treinta y tantos sin casa propia, ni título válido, ¡para peor! Ni siquiera una mujer a la vista, que, aunque sea, mantenga sus asquerosos hábitos. Se encontró temblando de ira cuando su esposo terminaba la frase “… es por ello que si podrías considerar volver a trabajar, por lo menos para saldar tus gastos”. “¿Mis gastos?” pensó “¿Desde cuando el matrimonio es una sociedad individual y los gastos se dividen?”. Respiró profundo sólo para decir: “Mi amor, sabes que no me aceptan con mi condición actual”. “Lo sé, por eso le pedí a Silvia que te dejara trabajar en su supermercado y ella aceptó” dijo con una sonrisa deslizante. Genial, simplemente genial. No sólo tenía que tener de jefa a una “amiga”, sino que además tenía que trabajar muchas horas para un sueldo acorde a su estado. Con empleo y al borde de la locura: que comience el show entonces.
El día siguiente se tiró el ropero encima y salió con lo que pensó que era ropa de “trabajo en un supermercado y me pagan como si fuera socio vitalicio de Greenpeace”. Llegó y había un chico; bueno, en realidad un adulto esquelético que no pasaba de los 25 años. La miraba como si fuera el último chocolate en la tierra. La desnudaba y la volvía vestir con su mirada como si fuera un púber impulsado por hormonas. Sacándola de sus pensamientos vergonzosos llegó Silvia. Le entregó el nombre a su correspondiente desconocedor como hábil repartidora de cartas. Se pusieron a trabajar enseguida. En silencio y si se usaban palabras, las justas y necesarias.
Al principio sentía muy halagador que la viera atractiva, a pesar de que ella sabía que no se esmeraba para arreglarse. Luego comenzó la fase de incomodidad. Un par de meses pasaron. Ella notaba como él seguía con todo esto; no perdía la vista en cada uno de sus movimientos. Que los ojos se le abalanzaban en su cuerpo cada vez que debía doblarse para ordenar el local. Siempre intentaba conversar con él, pero lo veía sumido en la más irritante vergüenza, como si fuera una colegiala con su profesor. Qué crío. Pero qué crío tan atractivo. Basta. Digamos que los dos eran compañeros, que trabajaban codo a codo para ganarse el pan. En el caso de Sandra, la normalidad.
El acoso visual siguió por varias semanas más, hasta que un día, mientras preparaban para abrir el negocio, Sandra se decidió a entablar una conversación. “Hola, ¿Cómo va todo?” y milagrosamente el chico salió de su mutismo vergonzoso para intercambiar más palabras que las frases acostumbradas. Así fue averiguando un poco de su vida: vivía con la madre y su hermana, quien intentaba hacerse la revolucionaria defendiendo los derechos del manatí y cualquier bicho que debería estar en un museo. “segunda generación de mantenidos”, Sandra pensó sonriente.
Después de mucho tiempo, supo que no era un pibito, tenía nombre: Pablo. Pablito para los amigos. “Como para no hacerme sentir mayor” y la imagen de cierto Pablito que cantaba por tevé quince años atrás, se le aparecía para torturarla. Además descubrió que tenía una novia, más bien la tenía olvidada por ahí como bici vieja, como ella con su marido. “el amor es una peste: la buscamos y nos termina asfixiando”. Este pensamiento sutil quiso irse de boca, pero en cambio dijo lo siguiente: “cuidala, quién sabe, podría llegar a ser tu mujer algún día.” Y Pablito no hizo más que asentir con la cabeza mientras hundía su mirada en los bordes de la remera. “Basta, no puede ser así, está de novio y encima me mira todo el día las tetas”. “Qué pibe morboso” “Pero…” fue el punto a favor de la contradicción.
El tiempo fue derritiéndose y aparecía en formas infinitas. Hasta que un día, Sandra dijo en un tono que le pareció amistoso: “Hola, ¿como anda todo hoy?”. “Mmmm, bien” esa fue la respuesta de Pablito y se volvió a su trabajo, con el mal humor en un bolsillo.
“¿Qué hice mal?, sólo quise saludarlo” rebotaba una y otra vez hasta que la pelota de reflexión dio su último pique cuando se dio cuenta que él notó que tenía un anillo ahorcándole el dedo. “Y yo decía que mi marido y sus parientes eran inútiles. Pobrecito, se debe haber ilusionado conmigo, voy a hablarle mañana para aclarar todo” así pensó y durmió con una gran sonrisa batiéndose entre sus dientes aunque su marido ni se hubiera molestado en aguantar 5 minutos para darle un poco de placer.
Al otro día, se preparó un rato antes para poder cruzarse con él y poder conversar un rato sin tener el trabajo que interfiera. Encontró a Pablito sentado en la esquina, muerto de frío, esperando a que llegara Silvia. Ni bien él la intersectó, él se paró y comenzó a arreglarse. “Hola” mientras él bajó la vista con alegría y con miedo al verla hablar. “Hola” fue su respuesta firmemente dudosa. “¿cómo estas?” esperando una respuesta interesante pero lo único que salió de su boca era lo mal que le pagaban, que su madre, que su hermana, que hasta Dios. “Pobrecito, lo que le va a costar crecer y dejar de ser tan quejoso, ¿sabrá que se le terminó la buena vida?” pensaba mientras preparaba alguna frase para develar lo que la venía persiguiendo todos estos meses de ojos asediándola.
Terminó de asentir con la cabeza y empezó: “¿y con tu novia como estás? Supongo que todavía hay una, ¿o me equivoco? ”. “Sí, decime que tenés una todavía, que se cuelga de las paredes con tal de verte feliz en la cama, por favor, por favor” era lo único que se le cruzaba en la mente.
Pero no. Arruinó su fiesta de pensamientos. Observó como él se armaba de valor para escupirle lo que siguió: “Mira, no voy andar con vueltas…desde el primer día que te vi que tengo ganas de estar con vos, que no puedo dejar de mirarte… pero descubrí que estabas casada y honestamente, me molesta pero no me importa. Porque se lo que quiero: y es estar con vos, y creo que vos también. No, espera no te vayas…” y la agarró de un brazo mientras se alejaba.
La frutilla del postre: ahora este post-adolescente, Pablito quería verse metido con una señora mayor para cumplir la fantasía y tener una linda anécdota. Aunque El graduado era buena película, no podía meterse en ella y ser una pseudo-Mrs. Robinson. “No, mira te estás equivocando querido, yo no pienso dejar a mi marido por un pibe, tengo una familia también…” y le cortó el discurso apoyándole sus labios, entre otras cosas. “Me había olvidado lo que era un beso” pero su mente reaccionó y activó la alarma: el chico se llevó un cachetazo digno de novela. Sólo logró que él siguiera su curso y la besó más, con más pasión.
Al carajo -pensó- Mrs Robinson si que la pasa bien.

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