viernes, 22 de mayo de 2009

La carmelita descalza que dió el mal paso



Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio – Mario Benedetti


Me despierto. Mi hábito reposa en una percha y yo en mi colchón. Luz tenue, tal vez demasiado, me cuesta levantarme aún. Siento luz con mis ojos cerrados: Sí, decididamente tengo que salir de la cama. Me arrodillo y allí envío mi plegaria en un sobre de murmullos. Raudamente me visto y el rosario termina por abrazarme el cuello. Ese fue el último regalo que recibí de Mamá antes de entrar al convento. “Es para que me recuerdes” dijo pausadamente antes de dejarme en la puerta. Y nunca dejé de recordarla. Hola Sor Juana, Iliana, Cecilia, Rosa, Blanca. Sus holas gesticulados se apagan irresistiblemente con el silencio.
Es hora de empezar. “Señor purifica mi alma, mi ser y perdona aquellos que por sus acciones el mal los ha castigado”: ya para este punto mi cuerpo entero suele dolerme por la postura de suplicante que tengo. Supongo que sí, 35 años siendo sirviente del Señor tiene sus cruces. Pero por suerte me salvaron las caras a las que he ayudado. Las sonrisas amplias, pequeñas y brillantes que me abrigaron durante esos días antes de claustro total. Es como si dijeran gracias, nunca supe sus nombres. Mamá pensaba que nunca los decían porque el anonimato les daba más protección.
Casi mediodía, hoy me toca cortar las cebollas y los tomates. Se me antojo tedioso el desmembrar las verduras; pero supongo que Jesús debió tolerar mejor los cortes provocados por el látigo. “Pensá que con lo que estás haciendo podés cambiar muchas cosas hija, pensalo de ese modo que yo se que vos podés” me dijo como siempre que me venía a visitar en esos extensos cinco minutos. Mientras me ajusto un poco más mi rosario las charlas de manos giran en torno a los versículos preferidos; los más extraños, los que provocaban dudas y reflexiones profundas y silenciosas, muy silenciosas. Mi mirada y mi voz se fundían en un mutismo simbiótico al oír todo eso. Me llevo una mano al corazón al pensar que solamente lo he leído una vez, sin más sobresaltos que el tedio mismo de leerlo. Mamá tenía razón, tendría que haber sido más aplicada cuando era novicia.
Ahora, cacerola en mano y 200 ml de aceite. Mi memoria me condena: me faltó picar el ajo. Fue porque otro recuerdo fugaz me vino a la mente: mamá en su última visita antes de que el cáncer se la llevara muy lejos.”Hija, ya se que sos mayor pero no podés abandonar este lugar: tenés que ser fuerte y seguir. Es lo que tu padre hubiera querido” su voz vagabundeaba en mí al tiempo que se cae el cuchillo con atroz velocidad. El vapor de la comida se desprende y yo que deje de cantar canciones para adentro. Esto hace elevar las cejas y cesar las discusiones mudas de mis hermanas.
Dios, (lamento blasfemar con tu nombre) y como Cristo que sigue allí colgado, estoy rodeada con los extremos del rosario. Fuerte, muy fuerte para no perderme y que el Señor me saque de este silencio que es mas ensordecedor que la fe.

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